Durante casi dos décadas, nadie discutió el reinado de Google. Era la puerta de entrada al conocimiento, el buscador por defecto y el guardián de Internet. Hasta que una pequeña empresa llamada OpenAI lanzó una herramienta que cambió la forma en la que millones de personas interactúan con la información: ChatGPT.
Por primera vez, los usuarios no estaban buscando, estaban preguntando.
Lo que antes requería diez búsquedas, ahora se resolvía con un solo prompt.
El modelo de OpenAI no solo compitió con Google, lo desnudó: reveló la lentitud de una corporación gigante incapaz de reinventarse sin destruir su propio negocio.
El golpe psicológico fue demoledor. Mientras Sundar Pichai declaraba un “código rojo interno” y las acciones de Alphabet perdían 100.000 millones de dólares, ChatGPT conquistaba el mundo.
No era un buscador, pero tampoco lo necesitaba ser. Porque la gente no quería enlaces, quería respuestas.